Dicen que un día de primavera un dragón muy malo llegó a las puertas de un reino muy próspero. Para que el dragón no entrara a la ciudad, el rey mandaba cada tanto corderos para satisfacer el hambre del animal. Ésta era insaciable y cuando se acabaron los corderos el rey tuvo que comenzar a mandar hombres, campesinos y siervos, que él convencía asegurando riquezas para sus familias. Pero el dragón, ni bobo que fuera, quería más. Si no me entregas a tu hija, la princesa, destruiré todo tu reino con el fuego que me nace de las entrañas. Cumpliendo con su deber, y luego de una noche de ruegos, la princesa se puso los mejores vestidos de su guardarropa y salió del castillo ante la mirada ansiosa de los súbditos. Por el camino, no muy lejos de las murallas de ciudad, se encontró con un caballero. Me llamo Jorge, le dijo mientras se quitaba el casco de la armadura. La princesa le contó el suplicio por el que estaba pasando y Jorge, sabiendo lo que tenía entre manos, prometió salvarla. La princesa se presentó sola, como había prometido hacerlo, y cuando el dragón confiado se disponía a sacrificarla, Jorge apareció de entre las sombras y le cortó la cabeza. De la sangre que llenó el suelo rocoso nació una rosa roja que Jorge desprendió y regaló a la princesa. De vuelta al reino fue recibido entre vítores y a cambio de sus servicios el rey le concedió la mano de su hija y lo llenó de riquezas.
Desde entonces, cada 23 de abril se celebra el día de San Jorge, San Jordi, acá en Cataluña. Un pequeño día de San Valentín y que con el tiempo y gracias la coincidencia de fechas (día del libro, conmemoración de la muerte de Cervantes y Shakespeare) se ha convertido en un día único. Los hombres regalan rosas rojas a las mujeres y éstas les devuelven el favor con un libro de su preferencia. No es día festivo, hay clase en los colegios y se debe cumplir el horario de oficina, pero las calles y las ramblas se llenan de gente que merodea los puestos de libros y flores. Las librerías dan un diez porciento de descuento y la industria editorial cruza los dedos a ver si comienza el año, uno más de crisis –o eso dicen-, en números verdes.
Es extraño ver, cuando uno hace parte del mundo de las letras y está acostumbrado a ver cómo éste se reduce más y más, que una ciudad se ponga casi a los pies de la cultura letrada. La ciudad toda se convierte en una feria del libro a la vez que el sol de primavera comienza a calentar el ambiente y el viento se llena del polen que cae de los olmos. Dan ganas de sumarse a la fiebre consumista y aprovechar los descuentos en un país que después de la crisis no bajó el precio de sus libros, sino que los aumentó, al tiempo que redujo la edición de obras en bolsillo. ¿Por qué no comprar ese libro de veinticinco euros que hace tiempo quería tener? En las librerías que voy, La Central del Raval, Laie y Alibri, hay filas en las cajas y personas con más de dos libros en las manos. En las tres hay una sección con mesas donde se sientan escritores (más nacionales y locales que otra cosa) a firmar sus obras. El ambiente nacionalista, que he respirado desde que llegué a Barcelona, no se hace de rogar. Banderas catalanas por doquier –ya no tanto del Barça ahora que están en época de vacas flacas-, libros sobre 1714 y la Generalitat, el gobierno de Cataluña, abriendo algunos edificios oficiales al público y pescando en río revuelto.
Pero si se mira más de cerca en la multitud que no deja caminar por La Rambla o Paseo de Gracia, son más los puestos de rosas y más la mujeres que van con su flor envuelta en celofán transparente (a cuatro euros cada una y a tres cuando ya es tarde y hay que despachar las ripias) que puestos con buenos libros o gente con libros en las manos. Al final es un sí, pero no. La ciudad se postra ante las letras o más bien hace el teatro. Todos salen a las calles y más bien se quedan en los cafés o bares de tapas recibiendo el sol. De pronto, si acaso y por que está de moda, un libro de García Márquez para el camino de vuelta en metro, pero las rosas sí hay que comprarlas aunque sean a peso de oro y se mueran al día siguiente. Se mató al dragón y la recompensa se quedó a medias, pobre San Jordi.
Publicado originalmente en la revista El Parcero.