Todos somos guacherna

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Perfil del escritor Juan Cárdenas a propósito de su última novela Ornamento.

Todo comienza por el mito de una biblioteca. Borges decía haber leído el Quijote antes de los diez años en la versión inglesa de la biblioteca de su padre. Juan Cárdenas dice, antes de la presentación de su última novela en el Fondo de Cultura Económica en el centro de Bogotá, haber crecido en una biblioteca socialista. Lo dice muy tranquilo, con ese acento suave que es una mezcla de caleño y rolo, a veces madrileño. Cárdenas viste en tonos grises, camisa negra, saco en cuello redondo y zapatos deportivos de tela. Tiene treinta y siete años y el pelo corto le comienza a crecer bien arriba de la frente. Era la biblioteca de mis viejos, dice, muy metidos en política y de izquierda, los libros llegaban de China en barco por el puerto de Buenaventura. Había autores como Pablo Palacio, Enrique Lihn y Felisberto Hernández. Allí se creó primero como lector.

Recuerda haber crecido en una Popayán en ruinas por el terremoto del 83. La casa de su abuela quedó hecha escombros y ésa fue, dice, la primera ruptura familiar. En 88, en el peor momento del paramilitarismo en Colombia, los padres de Cárdenas salen exiliados a Perú. Viven un año largo en Lima, en el barrio de Chorrillos, al sur de Miraflores. Juan absorbe el acento peruano y cuando vuelve a Colombia, se la montan en el colegio y lo llaman cholo. Fue muy educativo, dice a punto de comenzar la presentación.

En el 96, con dieciocho años, se va a Bogotá a estudiar filosofía en la Universidad Javeriana y se desencanta de la academia. Dos años después, su padre debe viajar a Madrid, España, por trabajo y Juan lo acompaña con la idea de estudiar cine. Recorre la ciudad palmo a palmo y cuando deben volver, Juan decide quedarse. Trabaja en lo que va saliendo. Hice de todo, cuenta más tarde, menos de chulo de putas y de taxista.

En Madrid traduce y escribe. Vuelve a estudiar filosofía, la deja. Se casa con una argentina, filósofa, y hace amigos como el escritor argentino Patricio Prom, el poeta Carlos Prado y los editores Paca Flores y Julián Rodríguez de Periférica. En 2008 publica un libro de cuentos en la Universidad de Antioquia, Carreras delictivas, del que nunca estuvo muy contento. No es sino hasta Zumbido (2010), su primera novela, donde encuentra su voz.

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Luego de la presentación, vamos con algunos de sus alumnos del Diplomado de Creación Literaria del Instituto Caro y Cuervo a tomar unas cervezas. Caminamos por la Carrera Cuarta hacia el norte y Cárdenas habla de los autores colombianos que le gustan y de los que no. Hay más de los últimos que de los primeros. Además de Evelio Rosero y de Tomás Gonzales, que son unos monstruos, dice, me gusta Luis Miguel Rivas y Daniel Ferreria. Cuando le pregunto por otros autores de su generación evade la respuesta —ya sacó la grabadora, bromea—, y cuando presiono va soltando dardos puntuales. Ése me cae bien, pero no me interesa lo que hace. Llegando a la Jiménez, vemos que el bar que habían propuesto, Lunes de Poesía, está cerrado y entramos al del frente, El viejo almacén, bar de tangos y boleros. Es martes, apenas hay dos mesas ocupadas por parejas que hablan en susurros. Juan pide una Club Colombia.

Tras la publicación de Los estratos (2013) y su éxito editorial (Premio Otras Voces, 2014), Cárdenas decide volver a Colombia. Lo necesitaba, le cuenta a María Paula Ortiz quien lo entrevista en junio de 2014, recién desempacado, para el periódico El Tiempo. Cuando le pregunto si ya se ha acostumbrado a la ciudad, duda, pero luego dice que sí. Cuenta que el día antes de la presentación estaba en un pueblo de Antioquia preparando una crónica, al volver e ir en el taxi viendo los edificios del Centro Internacional, sintió que llegaba a casa. Así que sí, cree que se ha amañado.

Cárdenas vive en la Macarena y a veces desde su cuenta de Facebook comenta la vida del barrio, lo que dicen los vecinos o lo que ve por la ventana. El 20 de agosto de 2014, por ejemplo, bajo una foto de las Torres del Parque escribe: “no está tan mal volver a Bogotá”. Y es que a pesar de haber vivido en muchos sitios, Cárdenas dice tener una relación especial, de amor-odio, con la ciudad. Una relación que se ve en su última novela.

Ornamento es la historia de un científico que diseña una droga que sólo funciona en mujeres. El científico hace pruebas en voluntarias y anota los cambios que observa. Se enamora de una de ellas, la número cuatro, que sobresale de la media por la inteligencia de sus comentarios. El científico se obsesiona, la lleva a vivir a su casa, con su mujer, una artista consagrada. Ocurre lo obvio. Ménage á trois, pelean, número cuatro se va. Él la busca infructuosamente. La esposa del científico se inspira en la mujer voluntaria y termina una obra que tenía estancada, obtiene las buenas críticas de siempre, pero en el fondo fracasa. Número cuatro se vuelve la verdadera artista.

Ornamento la escribí en dos meses, pero la llevaba pensado por cinco años, dice cuando le pregunto por su proceso de creación. La novela nació al explorar la idea del odio de las mujeres a otras mujeres. Cárdenas escribió varios borradores con los que nunca se sintió satisfecho. Después, ya en Bogotá, se dio cuenta de que la novela sólo podría funcionar en una ciudad como ésta. Bogotá es la clave, porque a pesar del tono distópico de la novela, adjetivo que Cárdenas se apresura a rechazar, ésta no va de ciencia ficción ni del tráfico de drogas sintéticas.

Jorge Carrión, en una reseña publicada en Otra Parte, dice que Ornamento es una novela del post conflicto como lo podría ser, aunque desde una esquina opuesta, Las reputaciones de Juan Gabriel Vásquez. La guerra no aparece, o aparece muy por el borde y como algo lejano. Cárdenas contradice esta afirmación y asegura que Ornamento está llena de conflicto. Pero no del conflicto colombiano, sino de un conflicto complejo y global que relaciona arte, drogas y consumo. La confusión se puede aclarar si miramos el título y los epígrafes con los que abre la novela, éstos nunca gratuitos en las obras de Cárdenas.

El primer epígrafe es de Adolf Loos, un arquitecto austriaco que fundó parte de la estética minimalista y racional del siglo XX. En un tono mesiánico, Loos llama a “vencer al ornamento” y a crear una estética limpia, sin excesos y adornos. Dice, como cualquier candidato de derecha a la alcaldía de Bogotá:

“Ved, está cercano el tiempo en que las calles de las ciudades brillarán como muros blancos. Como Sión, la Ciudad Santa, la capital del cielo.”

Pero América Latina, a pesar de sí misma, nunca logró adoptar esa nueva estética y el ornamento ha aparecido una y otra vez en sus calles pintadas y sucias, en sus vendedores ambulantes que proliferan invencibles y en sus nuevos ricos con carros de lujo y equipos de sonido estallando vallenato, reguetón o rancheras. América Latina es un laboratorio estético y político increíble, le dice Cárdenas a Silvina Friera, quien lo entrevista para Página 12, de Argentina. Aquí entra, como anillo al dedo, el segundo epígrafe de la novela, esta vez de León de Greiff:

“En el jardín los árboles eran rectos, retóricos, las avenidas rectas, los estanques retóricos… retóricos, y en la fila los búhos, rectos, retóricos, retóricos…”

El ornamento aparece como sinónimo de exceso, de exuberancia y barroco, y como antónimo de lo racional y del orden. La novela es una gran lucha, al nivel de la sutileza narrativa, entre esos dos grandes conceptos. La mujer número cuatro es barroco, es la hija de un narco que se ha criado en una biblioteca como la de Borges. Por otro lado, la esposa del científico es la voz de Loos gritando desde una ciudad de paredes blancas, porque qué asco todos esos grafitis horrendos de la 26, que viva el arte de los museos de Nueva York y Londres. Y ésta es una lucha que no sólo aparece como tema, sino que también está en el estilo de la novela que va entre el realismo tradicional, la voz del científico, y el barroco poético, la voz de número cuatro. El ganador de esta lucha sobra decir cuál es.

Quiero saber más de la vida de Cárdenas antes de su partida a Madrid en el 98. Me lo imagino en los bares de la 40, abajo de la Séptima, con botas de punta de acero citando a Foucault. Trato de conducir las preguntas hacia esa época mientras las cervezas se van acumulando en la mesa de El viejo almacén. Juan usa palabras como claseconciencia de claseclase media aspiracionalcapitalismo. Pero está lejos del típico mamertismo jarto. Después de usar estas palabras, echa un chiste y habla de la fiesta de yonoséquiensitos, de los amigos insoportables de estrato diez de yonoséquiensitos y de que no sabe cómo se los aguantó hasta que terminaron en la discoteca Asilo. Yo fui antes, dice, cuando era un burdel. Algunos de sus alumnos se sorprenden. Sí, confirma, ya saben para que servía esa pista donde ahora cuelga la bola de luz.

Unos días después le escribo para que me cuente más de su época de estudiante en Bogotá. Contesta que no le gusta que le pregunten por cosas privadas y que suele, y que así había hecho en la entrevista del martes, mentir cuando habla de ellas en los medios. Le contesto que es genial, porque los autores siempre mienten sobre su vida, estoy seguro de que así hacía Borges, para crear su propio mito literario. Al final cruzamos un par de correos más y Cárdenas me aclara su concepción de barroco y de punk, que había dicho, está implícito en su libros. Por los bordes, vuelve a hablar de Bogotá y dice:

“Para mí punk son los Ensayos de Montaigne, los poemas de César Vallejo, la Carrera Séptima y la Calle 19, las grabaciones que usan los vendedores de jugo y frutas por todo Bogotá, el noventa por ciento de los bares madrileños, las servilletas de papel de los bares madrileños que no te quitan la grasa de la boca sino que te ayudan a esparcirla por toda la cara y dicen Gracias por su visita.”

Algunos de la mesa se comienzan a ir y los que quedamos vemos cómo cada tanto el mesero trae otra y otra ronda. Cárdenas, después de la tercera cerveza, pide también una copa de aguardiente para ayudar a bajar. Le pregunto si ya está trabajando en algo nuevo y se hace el loco, pero dos rondas después, se le sale. Uno de sus alumnos habla sobre su bisabuelo y abuelo liberal. Juan dice que así también era su familia. Éste ha sido un país de liberales, dice, si quieren ver un país godo miren a Chile. En todos los pueblos de Colombia siempre hay un Club de Leones, continúa su alumno. Sí y en Popayán aún más, interrumpe Cárdenas y habla de los emigrantes ingleses y franceses de esa ciudad y pregunta, retórico, quiénes son los que cargan los pasos en las procesiones de Semana Santa. Los judíos y los masones son los que en el fondo siempre han sostenido a este país. Habla de un escritor bogotano de origen judío que escribió en jiddish y fue traducido por Luis Vidales. Su alumno, que trabajó por años en publicidad, dice que la canción de navidad de Caracol Radio, y comienza a cantarla, está montada sobre una melodía judía. La mayoría de las empresas de publicidad son judías, afirma. Al final este país se ha sostenido sobre esa base rebelde, dice Cárdenas. Una resistencia, afirma, de eso será mi próxima novela. Sí, gritamos todos y alzamos las botellas y brindamos regando las cerveza.

Las cuentas no cuadran y, los que faltamos por dar dinero, prometemos gastar la comida. Salimos a la Carrera Cuarta y vamos a un puesto de comida rápida. Cárdenas pide una hamburguesa con todo y cuando se la entregan es un bojote de carne, champiñones, queso y papas fritas picadas en trocitos. Pide permiso y come con la experticia de quien se ha servido por años en los puestos callejeros y sabe cómo no regar ni una gota . Ahora sólo hay hombres en el grupo, así que hablamos de mujeres y de fútbol. La literatura, parece, ha dejado de existir. Cárdenas pide una ración más de papas fritas y las comparte con nosotros. Las untamos, como si fuera una pintura tridimensional de Pollock, de salsa de tomate y mayonesa y todos nos juntamos alrededor del plato de icopor mientras comentamos cuáles de las amigas de diplomado aguantan o no.

A mitad de Ornamento, el narrador, el científico, dice rendido:

“Ellos me preguntan mi opinión, si tengo alguna ocurrencia, pero yo estoy muy distraído mirando por la ventana, al jardín lleno de esbirros armados, como en las películas de narcos. Porque eso es, al fin y al cabo, lo que somos: narcos, como los de las películas. Somos guacherna, todos somos guacherna.”

Este perfil fue publicado originalmente en la revista El Parcero.

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