A diferencia de otros oficios donde los logros son visibles y progresivos, en la escritura los éstos escasean. No hay ascensos, no hay aumentos salariales y el reconocimiento llega lento y por el camino más difícil. ¿Cómo sortearlo?
Escribes solo, casi avergonzado, en tu cuarto adolescente hasta que logras publicar en una revista o en un blog gratuito. Te contratan para que escribas un par de artículos mal pagos. Investigas, juegas a ser Jack Nicholson en El reportero y te excita ver por primera vez tu nombre impreso en papel cuché. Pero eso no es lo que quieres porque, a pensar de lo que dice el establishment cultural, ser periodista no vale, no está a la altura de Homero y Cervantes, de Shakespeare y Flaubert, altura en la que crees pertenecer por derecho propio.
Sigues escribiendo a cuenta de tus ahorros, de la plata de tu familia, a cuenta de robar horas del trabajo que detestas pero que te permite seguir adelante. Te inscribes a una maestría de creación literaria, conoces a gente con los mismos temores y dudas, te regocijas en ese reconocimiento y desconfías.
A los 30 años, después de sobrevivir al paseo de la muerte por las editoriales reconocidas, encuentras una pequeña casa de edición cuyo lema, trágicamente provisorio, es “Amamos lo quijotesco”. Ellos, después de llenarte de halagos, publican tu ópera prima, novela que nadie compra y nadie lee porque la gente del común sólo compra basura o, de vez en cuando, autores consagrados y aunque ya te comienzas a quedar calvo aún eres un autor joven, imberbe y poco talentoso. No ganas ningún premio literario y te resignas a escribir una columna quincenal en el primer periódico que te la ofrece.
Con la mediana edad llegan las responsabilidades, relaciones más serias, de pronto una familia y sigues escribiendo a pesar de las malas críticas, de los números rojos en tu cuenta bancaria (recibiste dos dólares de regalías en Amazon) y de las preguntas descaradas de los asistentes a los pocos clubes de lectura a los que te invitan. ¿De verdad querías comerte a tu tía?
Hace años resuena el mal chiste de que los únicos que leen son los escritores. No hablo de sagas juveniles, sino de literatura con grandes pretensiones, literatura hardcore que, humildad innecesaria aparte, quiere llegar algún día a la pléiade, al canon maldito de Bloom.
Los estudiantes de literatura pronto se desencantan de una disciplina inútil y terminan trabajando y bebiendo, mas no leyendo, en cualquier agencia de publicidad. Los doctores en literatura leen mucho, pero sólo de cualquier fenómeno del siglo XV que descubren y explotan hasta dejar secos como a un pozo de petróleo. Los hipsters sólo leen a las Jene Austen y a los Foster Wallace. Quedan los que quieren ser escritores y que, si se lo toman en serio, leen mucho porque saben que ésa es la única manera, además de escribir diario, de llegar algún día a su meta. El chiste continua, el público de literatura hardcore está compuesto, entonces, por al menos un 80% de escritores, o aspirantes a escritor, que se leen entre sí con suspicacia y envidia. Este imbécil sólo es una mala copia sudaca de Carver, hijo de puta.
Es por eso que, porque el mercado manda, hace años se ha impuesto el género de la novela de autoayuda para escritores o, en términos más prosaicos, el porno hardcorepara escritores. Novelas y relatos autoficcionales de personajes que se quitan la máscara y comienzan a desglosar sus vidas de escribientes malditos. Sus infancias solitarias y carentes se sexo, sus violaciones y posteriores tartamudeos, sus vidas universitarias maravillosas donde descubrieron el sadomasoquismo, sus viajes narcisistas como maestros yoguis, los manoseos macho-cerdo-capitalistas de sus jefes sebosos, etcétera, etcétera. Todo en un tono de condescendencia máximo, todo, ojalá, con buen humor porque si no se convierte en ese mal porno, en ese gemido mal actuado de mona siliconada que te la afloja a la mitad del video.
Todos nos masturbamos en las páginas de Knausgard, de Ben Lerner, de Tao Lin, de Beigbeder, de John Fante, de Magarite Duras, de Carrère, de Piglia, de Coetzee, de Doris Lessing. Viendo el cuerpo gordo de Lana Dunham en HBO o el de Villa-Matas, derretido por el alcohol, en Babelia. Lloramos de risible anagnórisis con el joven y genial Philip Roth. Todos lanzamos fluidos ante las páginas ya de por sí pegajosos de Bolaño. Todos, todos, todos, porque aunque queremos parecer súper héroes de piel dura, ascetas místicos que podemos aguantar hasta la Siberia de Dostoievski, queremos los mismos iPhones que desea todo el mundo, queremos los mismos cafés de origen y los mismos restaurantes mediterráneos, queremos viajar y conocer el mundo, porque si no de qué escribiríamos, y queremos libros y más libros, de autoayuda ojalá, de Proust, ojalá para ir refinándonos en el porno que consumimos, para seguir, seguir y seguir mientras nuestro semen o fluido vaginal corre por esas páginas y vemos que no, no vamos a entrar nunca jamás en la pléiade. O sí, de pronto si escribimos un libro, otro más, de autoayuda.