Zama

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No sé cuándo me enteré de que Sensini era di Benedetto y que Ugarte era Zama. Será hace más de un año en Barcelona, donde fui consciente de que la mayoría de los personajes de Bolaño eran reales. Eso, sin quererlo, lo hizo más humano, más capaz de errar: cada texto suyo cobró un valor no tanto literario, sino periodístico. Saber que sí, la vida es cruel con todos, pero aún más con los escritores o los locos que quieren dedicarse a la literatura.

Supe, entonces, que Sensini era real y que se llamaba di Benedetto, un argentino también de origen italiano, que había publicado novelas que le merecieron algún reconocimiento y que, por culpa de la dictadura, había huido a España donde era ignorado y donde vivía del dinero que le proporcionaban los concursos literarios de provincia. Entonces, hace meses, me enteré de que la desesperación era real, de que Sensini era real y que se llamaba Antonio di Benedetto y que su novela más famosa, Ugarte, era en realidad Zama por el protagonista de ésta: don Diego de Zama, corregidor del moribundo Virreinato de la Plata. Y me dije: tendré que leer esa novela algún día a ver qué tal es, como se dice de muchos libros que no buscamos si quiera, y la olvidé entre otras más urgentes.

Buscando regalos de navidad, mala costumbre que no abandono, vi a Zama en el estante de una librería de viejo y recordé el cuento de Bolaño, un cuento que siempre me había impresionado por saberlo un llamado, una profecía de lo que iba a ser o será mi vida. Zama, vi en una pequeña edición de Alianza publicada a meses de la muerte de di Benedetto y, sin encontrar los libros que buscaba, la compré resignado. Pospuse su lectura hasta bien entrado enero del año siguiente, el presente, cuando, al dejar a medias la novela revelación de un nacional, volví la cabeza y vi el librito de tapas azules que esperaba en la repisa. Esta vez no hubo abandono.

Zama es una novela histórica que es apenas histórica y que se hace a puño limpio, a cada línea que es un aguijonazo profundo y certero. Es la construcción de un personaje del cual importa poco de dónde es o qué hace, pues lo que importa es que se hunde y lo hunde a uno con él y lo acompaña por el precipicio que es también nuestra vida.

Miento, importa de dónde es porque es latinoamericano. Es un corregidor, hijo de españoles nacido en América y sólo por ese hecho verá truncada cada una de sus aspiraciones y se doblegará ante la vida misma. Y es que ésa es nuestra marca. Toda tragedia en Latinoamérica es susceptible de volverse tragicomedia. Al caído caerle, al idiota que se cree europeo y no lo es, caerle. Al que lee libros de Voltaire y Cervantes como si ellos vivieran a la vuelta de la esquina, caerle. Caerle con toda. Con toda, por sudaca, por advenedizo sin esperanzas.

“Y yo ahí, sin unos labios para mis labios, en un país que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahí, consumido por la necesidad de amar, sin que millones y millones de mujeres y hombres como yo pudiesen imaginar que yo vivía, que había un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre con unas manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y moldearla hasta hacerla sangre.“

Eso dice don Diego y con cuanta razón, porque yo mismo acá, leyéndolo en cafés, a la sombra y recordando mejores tiempos, siento igual. Siento como él y sé que no queda sino adentrarse en la selva, como él, buscando suerte, buscándose. Bolaño, asimismo, a pesar de insertarse en un mundo cosmopolita se queda allí, comenzando ahora a ser olvidado por mainstream, por exceso de fama, o de la fama que sólo puede tener alguien que está por fuera del círculo. No pudo, no puede escapar del estigma de ser latinoamericano. Su gancho y su maldición. Nuestro gancho y nuestra maldición, ¿no es así, Junot? ¿No es así, García Márquez?

Cerré el libro y quise escribir como él. Escribir una obra tan buena y saber lo que se siente el ser ignorado, olvidado, el no ser nada sino una obra que desaparece entre otras mil. Mirar con ojos cansados la noche, solo, e irme de nuevo, de nuevo, de nuevo, hasta que no importe nada más, aferrado a ese hilito de vida, de sexo, que nos queda como animales.

Detesto cada vez que leo un libro tan bueno que impide que me aparte de la literatura y vaya por caminos más prácticos. Me recuerda, además, ese sino horroroso que parece traído por Casandra… Casandra, mi amor, huye que ya vienen las furias por ti y después por nosotros.

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