Javier Cercas nació en Cáceres, en Extremadura, en 1962. A los cuatro años se mudó con sus padres a Girona, ciudad catalana que por entonces recibía a cientos de españoles pobres del sur y suroccidente del país. Creció en un barrio de clase media, sin excesos y lujos, pero siendo consciente de que más allá del río Ter se extendían metros y metros de barracas con pobres casi en la indigencia. En Girona pasó su adolescencia. Allí comenzó a leer los libros que tenía a la mano: Ortega, Cervantes, Dostoyevski. Con San Manuel Bueno, mártir de Unamuno se alejó de la religión y comenzó a pensar en la posibilidad de escribir. Ser escritor, ser una figura mítica como Oscar Wilde, glamuroso y exitoso con las mujeres. Mientras salía con sus amigos, mientras hablaba de chicas, de libros y se drogaba, conoció la obra de Borges. Borges le dio la conciencia del lenguaje, de que la literatura es lenguaje, y lo abrumó. ¿Cómo escribir después de él? Así que leyó y leyó y escribió poco mientras encontraba el camino, la forma para irse volviendo escritor. Entró a la Facultad de Filología sabiendo que allí no aprendería a escribir, pero que sí conocería su propia tradición. A la par leía ávidamente literatura estadounidense, francesa, italiana y latinoamericana. El orgullo que le permitía blandir a Borges como un escudo le impedía aceptar la literatura contemporánea de su país. Quería ser un escritor estadounidense, no un español más y con esa idea se fue a dar clases a la Universidad de Illinois, en pleno medio oeste norteamericano. Lejos de la mítica Nueva York y rodeado de campos de maíz, de casas de madera y con una universidad cuya biblioteca tenía cerca de nueve millones de ejemplares. Allí descubrió que no le quedaban sino sus raíces, ser un escritor español. Volvió a España y comenzó a escribir mientras daba clases de literatura en la Universidad de Girona. Perteneció a la generación de Roberto Bolaño, de quien fue amigo íntimo, pero fue incluso más desconocido que él en los agitados años noventa.
El éxito le llegó de repente, y de qué manera, en el 2001, cuando publicó Soldados de Salamina, de la que se vendieron más de un millón de ejemplares. Una novela de autoficción en la que el narrador, que se confunde con el mismo Cercas, busca al hombre que salvó a un falangista de la muerte en la Guerra Civil. El éxito de la novela, que fue llevada al cine en el 2003 por David Trueba, le permitió dedicarse tiempo completo a la escritura.
Dice Javier Cercas que para cada libro que escribe, escribe en realidad dos. Uno que plasma la idea inicial, idea con la que nunca está contento pero que le permite dar con el verdadero libro que necesita escribir. Para Anatomía de un instante (2009) –un libro inclasificable que analiza de manera literaria, aunque apegado a los hechos históricos, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981– escribió primero una novela centrada en el comandante Cortina, jefe de la agencia de inteligencia AOME y posible cómplice del intento de golpe de Estado. Se imaginó una versión contemporánea de Los tres mosqueteros y la noveló. Pero se dio cuenta de que el intento de golpe estaba demasiado contaminado por la ficción. Así como cada estadounidense tiene una versión del asesinato de Kennedy, cada español tiene una versión del 23 de febrero, dice Cercas. ¿Así que para qué añadir ficción a la ficción? Lo que Cercas consideró pertinente era la verdad. Y eso es Anatomía de un instante, un intento de verdad sobre un hecho crucial que desenmascaró la vulnerabilidad del país, las secuelas de una guerra tortuosa y que permitió que la democracia terminara de cuajar. Pero siendo Cercas un narrador que conoce la importancia de la forma en el texto, no se limitó a contar lo ocurrido, sino que lo analizó histórica y sociológicamente desde una estructura literaria. Manteniendo en vilo al lector, construyendo personajes e introduciéndolos magistralmente en su contexto. Una novela con disfraz de realidad, con disfraz de Historia, con disfraz de ensayo.
Dice Aristóteles en su Poética, y el mismo Cercas lo cita, que la literatura es más filosófica que la historia porque puede no solo contar hechos sino construir personajes que den cuenta de verdades universales. El amor, la soledad, la amistad, las ansias de poder, el miedo a perderlo. Y allí, precisamente, reside el valor de Anatomía de un instante, la capacidad de no solo ser literatura o historia, sino las dos. El no solo atenerse a los hechos, sino el otorgarles un carácter universal con personajes que, tal como promete el autor en el prólogo, le dan dignidad a un hecho lamentable. La dictadura, que parecería se extendería luego de la muerte de Franco a finales de 1975, terminó inesperadamente con una monarquía que cedió su poder a una democracia parlamentaría. Pero el cambio no era fácil. Había que vencer prejuicios, resentimientos. La novela narra la historia de las maniobras casi imposibles dentro de ese pequeño Madrid del poder, en el que, como en una comedia de Lope, el rey salva la democracia y es proclamado héroe.
Pero con la gente de a pie las cosas eran diferentes. Había descomposición social, pobreza, ganas de espectáculo. Adolescentes creciendo sin educación en la periferia de las ciudades, jóvenes que se perdían en los barrios chinos, que conseguían drogas fácilmente, iban de putas y que debían robar para llevar ese estilo de vida. Los quinquis, los llamaban por entonces en España.
Y de los quinquis trata Las leyes de la frontera. De ese universo arrabalero de delincuentes juveniles, otra respuesta a la España de transición. Una España olvidada, tercermundista. Una España que leía, como si leyese un folletín decimonónico, las historias de estos delincuentes de barrio que se iban convirtiendo en héroes populares.
Las leyes de la frontera comienza con un lugar común, tal vez un guiño al cine quinqui y a toda la generación de Cercas: el adolescente de clase media en la Girona de finales de los años setenta que conoce a un grupo de delincuentes. Se une a la banda, a la basca, y comienza a beber, a fumar, a drogarse al tiempo que roba carros, carteras y bancos. Luego todo termina o parece terminar como terminaría cualquier película hollywoodense, pero sigue. Sigue y la novela toma forma, los personajes se ahondan y lo que parecía una simple historia adolescente, de amor de verano, se transforma en una verdadera historia de amor. Una historia de amor de esas complejas y duraderas que redimen al lector.
Tal como Aristóteles decía que debía ocurrir en la literatura y no en la historia.
Reseña publicada originalmente en la Revista Arcadia.